Warhammer 40K - El último Juramento

 

El último Juramento

 

El Gobernador John Milton mira desde lo alto de su torre cómo caen las cápsulas de desembarco. A ojos de una persona común no son más que una lluvia de meteoritos, bolas de fuego que atraviesan la atmósfera planetaria hasta estrellarse contra el suelo. Pero él sabe lo que son y no le sorprende.

Los esperaba hacía tiempo, desde que aquel arrogante Rogue Trader, con su ridículo y retorcido bigote, aterrizara en Vigilus y se vieran cara a cara. Aquel engreído era listo y no tardó en percatarse de lo que pasaba allí. No dijo nada, pero John se dio cuenta de inmediato.

Antes de ser Gobernador había sido “comerciante ilegal”, como a él le gustaba llamarse; o pirata, como lo llamaban los demás. Gracias a eso hizo una enorme fortuna, mediante la cual, junto a su no poca inteligencia y capacidad de persuasión, había conseguido ascender en la jerarquía de la Colmenallana Dontoria hasta llegar a los más alto.

Y todo gracias al único Dios Verdadero: el dinero.

En este Imperio corrupto, tener dinero te da poder; y tener mucho dinero te da mucho poder. Si el Emperador se levantara del Trono Dorado y viera en lo que han convertido su sueño los malditos burócratas...

Sabe que el Primarca Guilliman reapareció y se nombró a sí mismo Regente del Imperio, si bien John no había notado ningún cambio en la forma de dirigirlo. Todo seguía igual, las mismas jerarquías políticas y eclesiásticas. Los mismos burócratas lameculos y tocapelotas.

John supone que Guilliman estará ocupado organizando su nueva Cruzada y no tendrá tiempo de remodelaciones políticas. En cualquier caso, a él le va bien.

Bueno, le iba bien hasta que llegó el maldito Rogue Trader y su ridículo bigote.

Todo era culpa de la maldita Cicatriz. Desde que apareció, los putos seguidores del Caos estaban revolucionados. A John no le importa lo más mínimo a que dioses adorasen, pues para él todo eso no eran más que supercherías, y nunca les había impedido llevar a cabo sus rituales, siempre y cuando no molestasen demasiado al resto de la ciudadanía.

Incluso le venía bien que, de vez en cuando, se encontrasen cadáveres en las esquinas, porque eso provocaba miedo en la población y los mantenía controlados. Pero últimamente se estaban excediendo con sus rituales. Cada día desaparecía más gente y aparecían cadáveres putrefactos en los callejones, especialmente desde la llegada de los que, según su red de espionaje, eran conocidos como Cultos de Corrupción. Algo así no iba a pasar desapercibido mucho tiempo.

Abstraído en sus pensamientos, a lo lejos ve aparecer tres motoristas que se dirigen hacia allí a toda velocidad. Al contemplar sus armaduras negras, John no puede evitar sonreír con amargura.

Se gira y camina hacia la enorme biblioteca que hay en su despacho. Casi sin mirar, sitúa la mano sobre el lomo de un libro llamado “El paraíso perdido”, tira de él suavemente hasta que se oye un leve “click” y, a continuación, empuja el enorme estante, abriendo una puerta que da acceso a una estancia secreta.

Una luz se enciende e ilumina tenuemente la sala, dentro de la cual hay varios cofres de gran tamaño y estanterías llenas de armas. En el centro, cayéndole desde el techo un rayo de luz mortecina, como si estuviese dentro de un campo de éxtasis, se encuentra una enorme armadura de color negro, con el pectoral y las hombreras lijadas, ocultando para siempre cualquier heráldica que la hiciese reconocible. Lo único visible de su antigua vida es un sello de cera de color rojizo pegado en la cadera, del que cuelga un viejo trozo de pergamino apenas legible, escrito en alto gótico, en el que destacan dos palabras: “Yo, Raziel”.

Con suma delicadeza arranca el trozo de cera y el pergamino, saca un encendedor de bolsillo y calienta levemente el sello, para seguidamente dirigirse al estante armero y coger una pistola de plasma, sobre la que aplasta el trozo de cera hasta dejarlo pegado.

Mira a su alrededor, asiente y sale de la sala, que se cierra automáticamente tras él, sentándose en un enorme sillón del despacho mirando hacia la puerta, con la pistola recostada sobre su muslo.

Sabe que cuando los Astartes lleguen van a intentar capturarle. Y sabe que, si lo consiguen, no le espera nada bueno. Ha escuchado multitud de historias. Rumores sobre lo que le ocurre a los que son como él.

Da igual si se han entregado al Caos o si únicamente han renegado del Imperio.

Da igual que aún sigan profesando una lealtad inquebrantable al Emperador, a Caliban y a Lion El´Jonson.

Da igual que fueran apenas unos neófitos recién ascendidos a Hermanos de Batalla cuando Caliban estalló en mil pedazos y que fuesen dispersados por el tiempo y el espacio, apareciendo en el futuro sin tener ni idea de nada.

Da igual que intentasen volver con su Legión y no pudieran, porque habían sido declarados traidores por el mero hecho de existir.

Para ellos, los llamados Caídos son un problema que hay que eliminar. Un problema en su consciencia que deben limpiar por encima de cualquier cosa, a pesar de que cuando ocurrió la tragedia ninguno de ellos hubiese nacido. Los obligan a arrepentirse, a confesar sus crímenes contra la Primera Legión, incluso aunque no llegasen a cometer ninguno.

Necesitan que confiesen, pero no por la redención de los capturados, sino por la de ellos mismos.

John mira el viejo sello y el pergamino pegados en la pistola, prometiéndose así mismo que no le cogerán vivo. Ha sido dueño de su destino desde que apareció en esta maldita realidad y, si va a morir, será con un arma en la mano.

Sentado en el sillón ve como la puerta se abre y aparece un enorme portador de muerte, un hijo del León, un Ángel Oscuro, que lleva dibujada sobre su negra hombrera una garra alada que empuña una espada.

-          ¡Traidor! –grita el Astarte, apuntándole con el bolter.

-          Hermano –responde John, colocándose la pistola de plasma bajo la mandíbula y apretando el gatillo, cumpliendo así su último Juramento.

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