La invitación
La invitación
Mirando
por la ventanilla de aquel viejo tren, pienso en lo poco que falta para
reunirme con María, mi antigua amiga del instituto.
Tras
más de diez años sin vernos, un día recibí una carta en casa de mis padres cuya
remitente era ella. Cuando mi madre me avisó de la recepción pensé que se
trataba de un error; pero no, era de mi amiga María.
En
el instituto éramos inseparables. Íbamos juntas a todas partes y fuimos
testigos mutuas de nuestro primero amor, nuestro primer beso, nuestra primera
ruptura del corazón. Incluso hicimos un ritual de amor eterno que leímos en un
antiguo libro de hechizos, que haría que, pasase lo que pasase, seríamos
siempre amigas.
Sólo
nos separábamos en agosto, cuando María iba de vacaciones al pueblo de su familia,
una pequeña aldea de poco más de doscientos habitantes, perdida en los montes
de Galicia, la cual no le gustaba nada de pequeña, porque, según decía: “sólo
hay gente mayor y extraña; además, hay brujas”. Sin embargo, conforme fue
creciendo esa sensación cambió al bienestar, pasando allí cada vez más tiempo,
hasta que finalmente se acabó mudando a la vieja casa de su abuela.
No
había vuelto a saber nada de ella desde entonces. Hasta que, hace un par de
días, me llegó la carta en la que me contaba que había formado una nueva
familia y que se acordaba mucho de mí, teniendo “morriña”, como allí dicen, teniendo muchas ganas de presentarme a
todos, invitándome a pasar unos días en su casa. También me avisa que allí hay
poca cobertura y que por ese motivo no tiene teléfono móvil, dejándome un
número fijo para avisarla cuando estuviese en la estación e ir a buscarme.
Así
que, sin pensarlo y echándola también de menos, hice una maleta, busqué un tren
que me llevara cerca de la aldea, y emprendí el camino.
Desde
los altavoces una voz indica la próxima parada, que es la mía, y me preparo
para bajar.
El
tren se detiene, se abren las puertas automáticas y desciendo al andén,
observando que soy la única viejera que hay en la estación.
Saco
el teléfono móvil para llamar a María y veo que, tal como me había indicado en
su carta, no hay cobertura, así que me dirijo a la vieja estación para buscar
una cabina, pero todas las puertas están cerradas. Menos mal que fui previsora
y descargué el mapa de la zona en Google Maps, descubriendo con alivio que la
casa de María está sólo a un par de kilómetros.
Emprendo
la marcha disfrutando del aire de la montaña y la tranquilidad de los caminos
poco transitados, llegando en apenas diez minutos hasta la aldea.
Todas
las casas son unifamiliares y muy, muy antiguas, estando algunas en bastante
mal estado. Las calles, sin estar sucias, parecen abandonadas, no habiendo
rastro de personas ni animales.
Camino
extrañada hasta que llego a la dirección donde, según el remite de la carta,
vive María, encontrando un caserón de dos plantas hecho en piedra, con una
enorme puerta de madera de doble hoja.
Toco
el timbre, pero no parece sonar, comenzando a golpear el portón con la mano
mientras llamo a María a viva voz.
Nada.
No
hay respuesta.
Algo
perpleja por la situación decido dar una vuelta por la aldea, en busca de
alguna persona que pudiera conocer a mi amiga y me indicara dónde podría estar,
si bien no me cruzo con absolutamente nadie.
Cuando
estoy comenzando a asustarme, por fin, escucho algo de vida en aquella maldita
aldea desierta, oyendo música y risas procedentes de una edificación cercana,
dirigiéndome allí con paso rápido, encontrando la fachada de lo que parece ser
un bar, en cuya puerta cuelga un cartel que pone “Akelarre”
Empujo
la puerta, esperanzada de encontrar allí a María, o al menos a alguien que la
conozca, pero al entrar mi asombro, mi extrañeza, mi perplejidad, dan paso al
más absoluto pánico.
Al
abrir la puerta y pisar el interior del bar, toda música, toda risa, toda voz, desaparece,
encontrándome un local vacío y polvoriento, con las sillas sobre las mesas y
telarañas en las esquinas.
Aterrorizada,
salgo de nuevo a la calle y, esta vez sí, por fin, encuentro a los habitantes
del pueblo, que se acercan hacia la entrada del bar, sintiendo una punzada de
alivio… que dura apenas unos segundos.
Esa
gente, si así pudieran llamarse aún, que caminaban hacia mí con lentitud, se
encontraban en distintos grados de descomposición, viendo desde personas con la
tez completamente lívida hasta otras que prácticamente ya no tenían carne sobre
el esqueleto.
Doy
un paso atrás y pego mi espalda contra la pared, completamente horrorizada,
cuando uno de aquellos cadáveres andantes me señala con el dedo y una especie
de sonrisa aparece en su demacrada cara, reconociendo a duras penas a la que
una vez fue María, la cual me dice con voz sepulcral:
- Bienvenida.
Por fin estaremos juntas… para siempre.
Comentarios
Publicar un comentario